Y me he dado cuenta de que quizá esto sea una especie de castigo divino, o el destino, o algo que yo misma me he buscado (esto último es altamente improbable). Cuando yo pensaba en mí misma “de mayor” pensaba que conduciría, que sabría hablar inglés, que tendría un trabajo y una casa a la que invitaría a comer cada domingo a unos amigos para los que cocinaría exquisitos platos – porque sabría cocinar – y viviría rodeada de animales.
Bien, me saqué el carnet y aprendí que eso no es sinónimo de saber conducir ni mucho menos de subirse a un coche (ni de tenerlo en propiedad, claro). No tengo ni idea de inglés y por momentos se me olvida hasta el castellano, no tengo trabajo y nunca lo he tenido (al menos un trabajo en el que mi sueldo superara los 500 euros. ¿Me habré vuelto exigente?). Por ende, no tengo casa y, por otras razones (veáse mi torpeza, a la que culpo de todas mis no-virtudes) no tengo ni idea de cocinar (con permiso de la tarta que hicimos mi hermana y yo ayer). Bueno, al menos tengo 2 gatos, a los que mantengo con un dinero que no he ganado yo. Sigo entre mis paredes moradas, rodeada de fotos antiguas, peluches de la infancia, libros que abarcan desde la serie blanca del Barco de Vapor hasta ensayos sobre ciencia política, ropa del año maricastaño y un sinfín de recuerdos que me devuelven al sitio donde he estado siempre. Quizá donde siempre me toque estar.
¿Seré algún día adulta? No sé, seguro que acabo hasta el gorro, pero me gustaría preocuparme por la factura de la luz, por no llegar tarde al trabajo, por descongelar la nevera, por pasar de los comentarios de la compañera petarda de turno, por tener que quedarme más horas en el curro día sí y día también y encima luego llegar a casa y tener que preparar la comida, adecentar el salón, poner la lavadora, atender a mis panteritas, ver la tv con Mr J… Y todo para caer rendida, y que a las 7 suene el despertador y no pueda decidir “no, hoy me levanto un poco más tarde“.