Hace cuatro años se me pegó a la piel una sensación desconocida que no supe gestionar. Corría casi cada mañana, practicaba yoga y meditación, escribía, me obligaba a salir los fines de semana y fingía que tenía ganas de reír, pero la apatía era tan fuerte que me asusté. ¿Y si me quedo triste para siempre? Pedí cita con mi médica de cabecera.
- ¿A qué te refieres exactamente?
- Es difícil de explicar – le dije -. Es como, si de repente, no viera colores. Como si todo fuera en blanco y negro.
A su lado había una chica en prácticas que abrió mucho los ojos y me miró como si fuera el espécimen más raro que había visto esa mañana. La doctora me miró con cierta perplejidad. Posiblemente no se esperaba tanta poesía.
- ¿Te ha pasado algo últimamente que te haga sentir triste? – insistió.
- No – contesté -, la verdad es que no. Los típicos problemas que tiene todo el mundo, supongo.
- No parece que sea nada grave. Seguramente solo sea el otoño. Si en unos meses te sigues sintiendo así, vuelve. Pareces una chica alegre.
- Lo soy. Lo era. No sé.
Salí de la consulta con cierto alivio pero con la misma apatía cosida en la espalda. A los dos meses la vida dio uno de esos giros inesperados que te ponen contenta y te hacen pensar que todo está por hacer. Me convertí en invencible. Pues es verdad que se me iba a pasar.
Tiendo a idealizar aquel otoño porque tuvo un final feliz, aunque ya no me parezca ni un final ni feliz sino el comienzo de la decadencia irreversible. Claro, a medida que avanza la historia los hechos se van recolocando. Buena suerte, mala suerte: quién sabe.
No quiero vivir examinando constantemente lo que era y ya no soy. Lo que había pasado entonces. Lo que no. A diario veo a gente viviendo de sus recuerdos, de sus épocas doradas, de su divina juventud.
Me aburren. Me aterra poder ser así. Sin embargo: ojalá aquel otoño, ojalá aquella vida, ojalá aquel momento vital.